Por Sebastián Fest
Los nenes con los nenes, las nenas con las nenas. Así funciona el deporte profesional casi sin excepción, aunque los equipos mixtos ganen cada vez más peso a nivel amateur. Esa idea atávica de segregar hombres y mujeres, que hoy es cuestionada y derribada con razón en tantos órdenes, funciona en el deporte, porque las asimetrías físicas son demasiado grandes.
A nadie se le ocurriría plantear que Marta, brasileña y la mejor futbolista del mundo, debió estar con su selección midiéndose a la de Lionel Messi o a la de Antoine Griezmann en el Mundial de Rusia. Nadie reclama que Serena Williams entre en competencia directa con Roger Federer, y mucho menos se escuchó que las finales ganadas por Usain Bolt fueran discriminatorias y rechazables por la ausencia femenina.
Así, el deporte vive estructurado en blanco o negro, algo mucho más sencillo que sumergirse en el mundo de los matices, de los grises. Porque los grises son tremendos: una vez que se llega ahí, una vez que se abandona la antinomia perfecta, la duda es apenas el prólogo de otra duda aún mayor. En eso está hoy el deporte mundial. El gris asoma ahora desde la intersexualidad, desde el tremendo embrollo desatado a partir de la atleta Caster Semenya.
Van ya diez años desde que la sudafricana asombró en los mundiales de atletismo de Berlín llevándose el oro en los 800 metros. Sus grandes marcas y su potencia dieron pie a todo tipo de especulaciones. Medios británicos aseguraron que era hermafrodita, pero la Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo (IAAF) resumió todo en un concepto más neutro: Desorden de Desarrollo Sexual (DSD).
Todo bien, decían las hordas adictas al blanco o negro, pero lo que queremos saber es otra cosa: ¿es mujer? Años atrás, la IAAF dijo que sí, que Caster era mujer. Días atrás, el Tribunal Arbitral del Deporte (TAS) dijo que “sí, pero”, y al darle la razón a las decisiones de la IAAF, que cambió de idea, abrió lo que “The New York Times” define como “la caja de Pandora del deporte”.
El TAS, un tribunal deportivo de última instancia que en realidad no es la última instancia, admitió que las reglas impuestas a las atletas con DDS son “discriminatorias”, pero subió la apuesta al establecer que esa discriminación es “necesaria, razonable y proporcionada” para proteger la integridad del deporte femenino.
La palabra clave en todo esto es esa, “integridad”, porque el TAS estableció un límite de testosterona para poder competir en el deporte femenino. Semenya (y no solo ella) supera largamente esos niveles, pero no por haberse dopado, sino porque nació así. ¿Y qué se hace con alguien así? Bueno, dice el TAS, que se dope. Semenya deberá someterse a un “doping inverso”, tomar un medicamento para reducir sus niveles naturales de testosterona y despejar cualquier duda de que lo que compite es una mujer. Porque si no es una mujer... es un hombre, ¿no? Y eso no se puede permitir. De nuevo: blanco/negro versus gris.
Si Semenya no se medica para controlar su hiperandrogenismo, si los próximos análisis no la confirman como “mujer”, no podrá competir en los 800. Tampoco, si quisiera, en cualquier prueba entre los 400 y los 1.500, incluyendo las vallas. Y el “deadline” es pasado mañana. Las atletas que antes del miércoles no presenten análisis en los que sus niveles de testosterona hayan bajado hasta el límite aceptable no competirán en septiembre en los mundiales de Doha. Semenya, de 28 años y con el deseo de competir por una década más, ya dijo que no tomará el medicamento y que apelará la decisión.
Se entiende entonces que José Luis Pérez Triviño, presidente de la Asociación Española de Filosofía del Deporte, pusiera el dedo en la llaga en un artículo la semana pasada en “El País”. Dice Pérez Triviño que, al forzar al deportista a consumir un medicamento que afecta a su organismo, se contravienen “principios y derechos fundamentales”. Pero hay más, el fallo del TAS atenta precisamente contra la integridad del deporte: “Otros atletas se cuestionarán cuál es la coherencia de las autoridades deportivas cuando obligan a un ‘dopaje inverso’, pero simultáneamente sancionan el dopaje clásico: ¿qué dirán al respecto los deportistas que han decidido doparse, esto es, mejorar físicamente su rendimiento deportivo a través de tratamientos también artificiales y sin que ello les suponga una afectación seria sobre su salud? Si ya no funciona el argumento de la salud, ni el de la pureza del cuerpo y todo deportista tiene acceso a los tratamientos mejoradores ¿por qué sancionar? El TAS, sin quizá proponérselo, ha abierto una puerta para liberalizar el dopaje”.
Todo un punto, porque el del doping es un debate con dos características innegables: es tremendamente complejo y, también, tremendamente hipócrita. Aunque no pasa por ahí el problema de la “Caja de Pandora” que cita Tariq Panja, el inagotable periodista que firma el artículo del “New York Times”. Panja cita a Tom Virgets, director ejecutivo de la Asociación Internacional de Boxeo Amateur (AIBA): “Este asunto llegará a todas las federaciones deportivas, y va a ser debatido por muchos, muchos años”.
Es así. Si el atletismo abre la caja pandoriana, qué se puede esperar en el futuro cercano de los deportes de lucha -vuelve el recuerdo de la judoca brasileña Edinanci Silva, tan mal tratada dos décadas atrás-, de la halterofilia, del fútbol o del rugby. La Federación Internacional de Voleibol (FIVB) creó un grupo de expertos para decidir qué hacer, pero sigue sin hacerlo público.
El deporte, una vez más, se definirá con más frecuencia de lo deseable en escritorios, porque Virgets no tiene dudas: muchos abogados se frotan ya las manos. Se convertirán en especialistas en el tema para litigar “y hacer un montón de dinero”. Para litigar sin fin, porque las resoluciones del TAS pueden ser apeladas ante la Corte Federal Suiza. Y, si se quisiera, ante la Corte Europea. Hasta que alguien diga si es hombre o mujer y calme a los adoradores del blanco y el negro.